Kerry Packer, el rey de las propinas

El empresario más influyente de los medios de comunicación es australiano.

Con 20 años, Rupert Murdoch se tuvo que poner al frente del holding News Limited, un emporio periodístico levantado por su padre, Sir Keith Murdoch.

En sus primeros años, hizo crecer su cartera empresarial a nivel local, en Australia y Nueva Zelanda. Luego empezó a comprar cabeceras en el Reino Unido y se metió en el negocio de la televisión. Miles de juicios, polémicas y maniobras políticas después, se le considera el ideólogo de la corriente política que se impone hoy día en el planeta.

Es curioso, pero el mayor competidor, y muchas veces aliado, que Murdoch ha tenido en su dilatada carrera fue otro heredero australiano del sector de los medios de comunicación.

Kerry Packer y Rupert Murdoch chocaron mucho en sus primeros años al frente del imperio familiar. También colaboraron para forzar al gobierno australiano a legislar según sus intereses. Sin embargo, Packer nunca tuvo interés en internacionalizar sus actividades de forma masiva. Por eso ahora todo el mundo ha oído hablar de uno y casi nadie sabe quién es el otro.

Estas vidas aparentemente paralelas fueron, en realidad, completamente divergentes en su infancia.
Murdoch fue educado para convertirse en lo que es hoy en día. Fue enviado a estudiar a Oxford y compró un periódico por su cuenta en cuanto cumplió la mayoría de edad, sabiendo ya que el sillón de su padre le estaba reservado a él.

La infancia de Packer, por contra, estuvo marcada por una poliomielitis que no le causó secuelas permanentes. Peor aún, su pobre rendimiento escolar desenmascaró una dislexia que casi le descartaba para ocupar un papel relevante en la compañía de su padre.

La responsabilidad de cuidar la herencia familiar le cayó de rebote. El designado para el relevo en la presidencia del holding era su hermano mayor Clyde, pero un grave enfrentamiento entre padre e hijo borró a Clyde del testamento dos años antes de la muerte de Sir Keith.

Su llegada al cargo coincidió con las primeras aventuras empresariales de Murdoch en el Reino Unido. Packer se libró así de la incómoda atención de su implacable competidor. Tuvo vía libre para recuperar terreno en su país, a la vez que diversificó sus inversiones financieras en otros sectores más accesibles.

La aparente falta de ambición internacional de Packer y su confianza en sus colaboradores le daba mucho tiempo libre. Hubo dos aficiones en particular que se convirtieron en pasiones irrefrenables para el cada vez más adinerado Packer: los casinos y el polo.

No parecía hombre que supiera elegir bien sus enemigos. Llegó al polo por recomendación médica, pues varias cirugías asociadas a un cáncer redujo notablemente sus opciones para practicar deporte. Abrazó este hobby con tal pasión que montó sus propias caballerizas y se puso como objetivo comprar los mejores caballos del mundo y contratar a los mejores jugadores para su equipo.

Justo lo mismo que se había propuesto el sultán de Brunei, otro gambler irredento. Entre los dos, convirtieron el polo en uno de las disciplinas mejor pagadas del mundo.

Su modus operandi en los casinos era igual de intenso. Ávido jugador de ruleta, se situaba estratégicamente para jugar en cuatro mesas a la vez.

Se le atribuye la peor racha de pérdidas registrada por un cliente de un casino británico. Durante tres semanas de visita en Londres, se le atribuye un gasto en las mesas de 28 millones de dólares, buena parte de los cuales acabaron en las arcas del Crockford’s.

En el otro extremo, una de sus mayores satisfacciones fue saltar la banca del Casino de Montecarlo, donde forzó a la dirección a admitir que no podía cubrir sus apuestas. También se le atribuyen algunas de las mejores sesiones de blackjack jamás registradas. En la Navidad de 1996, provocó un agujero tal en las cuentas del casino Hilton que hubo que incluir su nombre en el informe de cuentas a los socios como máximo responsable de unas pérdidas que en conjunto sumaban 22 millones de dólares.

Los niveles que solicitaba para sus partidas eran estratosféricos y tenía la costumbre de reservar las mesas de blackjack para su uso personal con la simple táctica de acudir a jugar con un séquito de amigos y empleados a los que sentaba en cada puesto de la mesa. Pero él jugaba todas las manos.

Calentador de silla no parece un plan muy divertido para una noche en Las Vegas. Sin embargo, había un interesante giro de guión. Al acabar la partida, no era raro que Packer dejara las fichas en su sitio para que las cobraran sus acompañantes.

Sus propinas le convirtieron en una leyenda en Londres, Las Vegas y Los Ángeles, sedes de sus casinos favoritos. Un agente del mundo del espectáculo le vio perder 6 millones de dólares en tan solo seis horas de juego en el Bellagio. Al levantarse de la mesa, dejó otro millón como propina.

Al hacerse acompañar a los casinos por su círculo más cercano, hay numerosas historias apócrifas sobre estas propinas.

Cuentan que, una noche, Packer quedó francamente satisfecho por la diligencia y la simpatía de una camarera. Le preguntó: -”¿Mañana trabajas?”. -”Sí”-, le contestó ella. -”¿Tienes algún pago importante pendiente, una hipoteca, quizá?”. -”Sí, estoy empezando a pagar mi piso”, confirmó la camarera. -”Pues tráela mañana”, le solicitó, y se la canceló como propina.

Su mala salud le acompañó toda su vida. Un día, jugando al polo, le falló el corazón. Se cayó redondo del caballo, sin respiración y sin actividad cardiovascular. Una diligente actuación del equipo de la ambulancia que le trasladó al hospital permitió revivir a Packer tras seis minutos sin signos vitales. “Tengo buenas y malas noticias”, dijo a sus allegados. “No existe el infierno, pero tampoco vi que existiera un paraíso. Ahí no hay nada”.

Su médico personal le recalcó que la pronta y acertada actuación de los operarios de la ambulancia le había salvado la vida. Packer pidió que le consiguieran el contacto de todos y cada uno de los miembros del equipo médico de la ambulancia, y les regaló un millón de dólares por cabeza.

Las propinas de Packer eran un ingreso que para muchos empleados de casino equivalían a un sobresueldo equivalente a lo que ganaban al año. Que eligiera tu mesa era como si te hubiera tocado la lotería. Una vez, Packer solicitó que le abrieran una mesa en un casino. El encargado al que le asignaron la mesa no fue capaz de recordar o encontrar la combinación para abrirla. Ante la inminente posibilidad de que Packer se impacientara y se fuera, cogió un pesado cenicero y reventó la cerradura a golpes para el millonario.

Siempre es complicado cerrar una lista de anécdotas, sobre todo cuando son tan llamativas. Pero hay una casi perfecta. Estaba Packer en el Stratosphere jugando un torneo de poker cuando un millonario texano de su mesa se quiso hacer oir por encima de todos los presentes. Packer se dio por aludido y se encaró al texano, que presumía de dinero.
“Mi fortuna es de 60 millones de dólares”, se jactaba el petrolero. Hay versiones que dicen que la cifra era mayor, de 100 millones. Packer le preguntó, -“¿Y eres jugador? ¿Hasta qué punto?”-. La respuesta llegó fanfarrona: -“Soy un verdadero gambler”.

“¿Pues si tan gambler eres, que te parece si nos jugamos esos 60 millones en un flip?”. Con eso le calló la boca. A Packer, ni si quiera le gustaba el poker.

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